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    Por: Jaime Izurieta

    Miami metropolitano tiene decenas de ciudades, tres condados y casi seis millones de habitantes. Muchos latinos. Las arepas, la ropa vieja y el arroz con pollo son la comida local. Pero en ningún lugar se manifiesta tanto nuestra presencia como en las ventanas que venden café directo a la vereda. El cortadito es el café cubano, delicioso, dolorosamente dulce, amargo, pequeñito, con crema perfecta y espesado con leche evaporada. Y dulce, no sé si ya dije dulce.

    Aquí en Miami, azúcar is everywhere, man.

    Miami y el mundo

    Los Estados Unidos están llenos de lugares en donde culturas enteras han migrado con todos los trastes. Chinatown, Little Italy, Astoria, los griegos en Chicago, polacos en Wisconsin y levantinos en Michigan. Todos llegaron a hacer una patria chica y construyéndola transformaron su entorno, que hoy nos recuerda al lechón asado que hacía la abuela en Santa Clara. Easy.

    Y de pronto aparece una ventanita abierta que huele a café. En huecas y restaurantes, en barrios “high” y en arrabales, en bodegas y en supermercados, en South Beach o Brickell como en Doral o Little Havana, el cafecito ya es palabra inglesa y está en todas partes.

    Al otro lado de la ventana se baten furiosamente ocho, diez, tal vez doce cucharitas de azúcar con las primeras gotas de la colada. Rumiando memorias propias o apropiadas de Old Havana mientras mezclan una espuma imposiblemente espesa y dulce, tan dulce como nunca han sido sus vidas. Estas vidas, al menos.

    Tan dulce, tan rico

    Y así baja el shot de café. Los más con leche evaporada, los menos con leche entera. Sientes el azúcar que se amelcocha en el verano de la Florida. Cuesta dos “pesos” igual que en mi país. Con pausa igual que en mi país. Con flow, igual que en mi país. Pero en otro mundo.

    Miami is not precisely America, yatusabe, pero tampoco es técnicamente casa. La escala y el ritmo del progreso nos rebasó hace décadas pero nos adaptamos. O tal vez los conquistamos, con nuestra cultura ubicua que lo desordena, condimenta y enchila todo.

    La escala de la ventanita, para cuando uno está de paso y sin tiempo, nos recuerda la escala de nuestra casa. Todo puede verse perdido pero el aroma del cafecito nos devuelve a tiempos más sencillos y más humanos. La ciudad cambia y una a una las cuadras son aplastadas por grúas y por economías de escala y por recién llegados de Seattle o San Francisco.

    Pero la ventanita continúa orgullosa. La colada de dos pesos vive y un pastelito de guayaba lo cura todo, hasta el espanto.

    La experiencia del Miami profundo es profundamente the Cuban way y muy de escala humana. Fue trasladada a este nuevo mundo donde ha crecido y madurado desde los días de Peter Pan, los misiles y el Mariel. Trasladada entera, reencontró plata vieja y viejos amigos, se abrazó de su bolero, su Latin Jazz, su tabaco, su pan con puerco y su mojito. Creó el mejor de los posibles futuros a partir de un presente aterrador que ahorcó, arrancó y destruyó la vida anterior. Se mudó a donde sí lo pudo construir y lo transformó en casa, moldeando idioma, costumbres y comida. Y nada es más de casa que un cortadito en la húmeda mañana de Miami.

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